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Pablo Novak, el hombre que vive solo y feliz junto a las ruinas

A sus 93 años, es el último habitante de Villa Epecuén, la Pompeya bonaerense tragada por las aguas y regurgitada. La prensa mundial lo visita y dar entrevistas es el motor de su vida.

01 Oct 2023 Déjanos un comentario

Pablo Novak es célebre en el mundo como “el último habitante de Epecuén”: 22 millones lo escucharon entrevistado por el youtuber mexicano Luisito Comunica. Otros 16 millones lo vieron en un video deportivo de Red Bull, donde él pedalea relajado entre las ruinas de la ciudad tragada por las aguas en 1985 y regurgitada 30 años después, convertida en una Pompeya bonaerense. Algunos millones más lo conocieron en un documental de la BBC y han venido a filmarlo desde Chile, Holanda, EE.UU., Francia, República Checa, Alemania, Japón, Italia y Rusia: “todos vienen a verme con traductor; me han hecho películas de todos lados” cuenta don Pablo a sus memoriosos 93 años, mientras alimenta con leña su cocina económica que lo calefacciona y le calienta el «agua llovida» cuando se baña con un fuentón en su rancho de campo a 250 metros de un pueblo que, si uno lo mira desde un avión, ve lo mismo que en las fotos de Hiroshima bombardeada pero a color.

–Acá han venido a filmarme desde Corea del Sur. Hacían las reverencias cuando se bajaban del auto. Y también los chinos, hace 7 años. Me dijeron “esto la van a ver 300 millones”. Yo dije “qué chino macaneador…”. Y como leo mucho y sin anteojos, agarré una revista y vi: “¡China; 1400 millones!”. Pobres chinos, me vieron una cuarta parte nomás. Pero después vinieron otros chinos a entrevistarme, así que 300 me vieron en la primera vez y 300 en la segunda: ¡Ya me vieron 600 millones de chinos! Los coreanos eran más simpáticos que los chinos. Y después vinieron muchos chinos turistas –relata Novak de gorra y saquito gris con un buen humor perenne.

La primera entrevista se la hizo el diario La Nueva Provincia en 2007: “se llamaba ´El pueblo de Pablo´, por ser el único habitante. Y me gustó salir en el diario, me emocionó. ¡Hasta en la porno de Buenos Aires he salido! –dice Pablo jocoso y se levanta de la silla con esfuerzo, toma el bastón y camina lento y chueco hasta la mesa. Revisa un poco y vuelve con la revista Maxim y su entrevista. Y agrega: “Todos los fines de semana viene gente a conocer Epecuén y a mí; a mí me gusta, por eso estoy acá; sino estaría con la familia en Carhue; me gusta que vengan a verme. Estoy en este lugar simplemente porque me hace feliz”.

Un buscavidas

Novak tiene diez hijos, veinticinco nietos y nueve bisnietos. Lleva 33 años viviendo solo en distintos ranchos, mientras se iba moviendo con sus chivos y vacas por estos campos mezquinos, casi en la entrada a la Patagonia junto a las ruinas de un apocalipsis. Es un hombre solitario pero alegre. En 1985 la inundación lo corrió de su campito junto al célebre Matadero del arquitecto Francisco Salamone, a 10 minutos de aquí. En 1990 se instaló en esta casita semi abandonada que se salvó de las aguas del lago por unos metros. Aquí estuvo siempre sin luz hasta hace un año y rechaza tener una TV: él es del tiempo de la radio. Pero en estos días no la prende: «Estoy de duelo, no escucho música ni nada por 40 días, hace tres semana falleció mi señora que vivía en Carhué».

A sus 90 años, Don Pablo aun pedaleaba en la bicicleta oxidada que tiene contra la pared. Pero se cayó rompiéndose la cadera: solo así pudieron sacarlo del campo, donde ya no tenía vacas propias (las que quedan las cuida su hijo). Hasta el accidente, pedaleaba todos los días hasta las ruinas de Epecuén, a leer y charlar con la gente: necesita socializar. Contar su vida y la historia del pueblo donde fue al colegio, creció y trabajó, lo llena de vida y no de nostalgia: “a Epecuén lo vi nacer y morir; sin bicicleta ya no puedo ir; pero los turistas vienen a mi casa y los recibo a todos”.

Para rehabilitarse del accidente, sus hijos lo habían llevado a un geriátrico en Carhué: “estuve seis meses con andador y estaban por largarme, pero llegó la pandemia. Ahí me atendían bien, las enfermeras me decían ´mi gallo azul´ y yo les decía ´mis batarazas´; no les daba trabajo. Mis hijas querían que me quedara allá; pero cuando pude zafar, me pusieron las tres vacunas y rajé para acá”.

Llega de visita Roxana, hija de Pablo, y cuenta su versión: “se quería venir para acá; lo que él quiere, es estar con los turistas y sacarse fotos. En el geriátrico anduvo tratando de conseguir una bicicleta para escaparse; lo llamaba al intendente a presionarlo. Como no lo dejábamos irse, hizo huelga de hambre”.

Don Pablo interrumpe: “yo no quería comer, como hacen los presos si no les hacen caso y se dejan morir; entonces me amenazaron con mandarme al hospital y darme suero, y empecé a comer, ja ja ja ja. Cuando se descuidaban, me venía y no volvía más. Al final me tuvieron que largar. Este es mi lugar. Si no te llevás una foto mía, no viniste a Epecuén, porque te van a preguntar por el viejo que está ahí. Somos cuatro en el mundo que vivimos solos en un pueblo. Uno en Chernóbil, donde desapareció toda la gente y un día apareció uno con una vaca y un perro, igual que yo. Ese se quedó y no se murió. Después fue Putin a verlo, vestido como los astronautas para no contagiarse. Otro, se quedó en un pueblo de Chile después del terremoto; y el otro, no me acuerdo. En pandemia no me dejaban venir porque venían extranjeros a filmarme y decían que era peligroso, porque traían el virus. El primero que vino a filmar acá fue Pino Solanas cuando hizo El Viaje. Yo estuve mirando, pero no actué. Después, con todos los otros, sí”.

–¿Usted tenía casa en Villa Epecuén cuando se inundó?

–No. Yo nací en 1930. Cuando tenía 5 años, mi papá habló con el arquitecto italiano que hizo la iglesia de Epecuén, quien le dijo: “acá en 1918 se inundó todo; los ciclos se cumplen, cada 100 años vuelve el agua”. Mi papá lo contó y me quedó grabado. ¡Y vino antes! El día que entró el agua, yo ya la esperaba. Por eso nunca quise construir acá. Seguí con la ladrillera de mi padre: el 70 por ciento de Epecuén se hizo con ladrillos del clan Novak. Mi señora me decía: “¿Por qué no compramos un terrenito y hacemos un hotel?”. Yo no le daba bolilla. Alquilábamos el hotel San Martín en verano y ella lo atendía. Yo seguía con los ladrillos, pero iba los sábados y les hacía un chivo a los clientes.

Novak no perdió nada material en Villa Epecuén. Quizá por eso no le duele regresar, como a tantos que, viviendo a 7 kilómetros de lo que fue su casa, jamás volvieron: “Yo he visto mujeres llorando abrazadas a las paredes cuando bajó el agua. Pero a mí no me pone triste volver al pueblo y no lloro”.

Custodio del desastre

Para llegar a lo de don Pablo hay que salir de Carhué y cruzar la ruta por un camino de tierra junto al cementerio emergido de las aguas con su dramático Cristo de Salamone, para avanzar por un terraplén con una planicie salina a cada lado, surcadas por hilos de agua. De un lado, el suelo forma una red hexagonal salina reproducida con exactitud de telaraña. Al fondo del camino, una hilera de árboles altos y resecos: son eucaliptus petrificados por la sal cuando estuvieron sumergidos, hoy muertos de pie con las enramadas blanquecinas sin hojas. Más adelante, dos centenares de flamencos con pasos desgarbados hunden el pico en el barrial salino junto al lago. Al paso del auto, remontan vuelo al unísono como un haz de flechas en llamas. Y ya no queda vestigio de vida, sino la dolorosa belleza de la desolación. El viento empuja rastrojos por la ruta, esos manojos de ramas entrelazadas que ruedan en los desiertos. Porque lo que rodea al lago Epecuén es eso: un desierto salino. Y es ahí donde se levanta el matadero en ruinas de Salamone, una obra retro-futurista en majestuosa decadencia.

Alrededor de la casita de Novak hay máquinas de arar oxidadas, un galpón con chivos, gallinas sueltas y una vaca lechera con cuernos atada a un árbol. Luego de décadas en el campo, él ya no le tiene miedo a nada: “nunca he visto a la luz mala”. No le teme ni a los muertos, que lo han visitado más de una vez:

–Cuando se inundó el cementerio, los cajones salieron a navegar. El agua abrió la puerta de los nichos y de las bóvedas de mármol que costaban lo que vale un chalet. Yo ahí tengo a mi padre y madre, suegro y suegra, un hermano, pero esos no se movieron porque están bajo tierra. Los cajones llegaban todos a la costa, acá cerquita. Algunos estaban escritos; yo les avisaba a los hijos y los bomberos venían a buscarlos. Después aparecieron negociantes que buceaban y te cobraban por rescatar el cajón, pero entregaban cualquiera. Yo salía a caballo y los cajones desembocaban donde tenía mi chacra en una isla. Al principio los miraba desde arriba del caballo. Después me empecé a animar a bajar. Había un cajón de cinc todo soldado que llegaba, después se iba, faltaba una semana o dos y volvía, y se quedaba contra una planta. Yo decía “¿Quién será? Por lo cargoso, será una novia, o alguno que le debo plata”. Hasta que vino una marea fuerte y lo sacó fuera del agua y los chanchos del vecino rompieron el cajón con los colmillos y se comieron al muerto. A lo último, les dije a mis hijas: “¿quieren ver unos finados?”. Y fuimos nomás en un bote al cementerio; vimos una viejita que estaba arrugadiiiiita, y otro que estaba colgado de un alambre de las rodillas y tenía una cicatriz en el cuerpo bien rosadito. ¡Una mañana me acerqué a la laguna y había como cuarenta cajones! Se salía en lancha a enlazarlos y los traían flotando en trencito.

El anfitrión revela un secreto de su longevidad: “de niño, yo andaba por las chacras y cada 1 de agosto se festejaba la Pachamama. Yo en esa fecha siempre comienzo a tomar un trago grapa con miel cada mañana, durante todo el mes. Y trato de no salir, porque agosto se lleva a los viejos; si se descuida uno, le brotan las enfermedades viejas. Cuando termina agosto, salgo y grito ´¡pasé agosto!´”.

A caminar las ruinas

Pablo propone seguir la charla en las ruinas. Una vez allí, va derecho a La Tierrita, una pista de baile frente a la iglesia que él vio construir, hoy derrumbada:

–No tenía nombre y le quedó La Tierrita; no tenía techo y siempre fue de tierra; la regaban y nos daban un pañuelo blanco pal baile y quedaba negro. Cuando se largaba a llover, íbamos a la comisaria y volvíamos. El baile arrancaba y terminaba con un pasodoble y en el medio, toda clase de música: tango, vals, fox-trot, chacarera y zamba; acá venían orquestas, nada de vitrolas. Venía mucho la de Donato Racciatti, un tanguero. Epecuén era una ciudad muy alegre, baile de lunes a lunes, obras de teatro había dos por semana, venidas de Buenos Aires. Más adelante vinieron Sandro y Leo Dan. En verano, todos los días a las 7 de la tarde había música, gaitas españolas por la calle, confiterías llenas, yo lo disfruté mucho. La Mar del Plata chica le decían. Tenía 6000 camas y dos camping.

–¿Consiguió novia en La Tierrita?

–¡Había pa elegir! De por allá –dice señalando el lago– venían las rubias de una colonia alemana con peinado croquiñol; con eso aguantaban 4 meses sin peinarse. Y del otro lado, llegaban las morochas bien charrúas con el pelo largo hasta la cintura, bien caderudas; a mí me gustaban las morochas, que eran más simpáticas pero más rebeldes. En temporada tenías que tener una de acero, lo menos, para abastecer; perdoná la palabra. Las rubias eran más calladitas, más mansas; yo hacía novia todas las semanas. Ellas venían en tren a trabajar en los hoteles, eran mozas, cocineras, mucamas. Les daban dos horas; todas las noches 2 am salían y a las 4 am tenían que volver al hotel; era obligatorio.

Pablo camina media cuadra hasta lo que fue la pizzería La Gallina Verde que tenía la estatua de una media luna de concreto, casi lo único que queda en pie y como nuevo en todo Epecuén. Y se sienta en la punta de la luna: sabe que es ideal para la foto. La hija lo ve y dice preocupada por la estabilidad de la obra: “viejo, acordate que estás al borde de la luna”. Pero él no hace caso y sonríe señalando los restos de un auto del que no queda el chasis, sino las ruedas semi enterradas y el eje: “es un Studebaker, un auto deportivo de 1928 con 6 cilindros y un motorazo bárbaro. Como lo estaban arreglando, no se lo pudieron llevar cuando vino el agua”.

–¿Cómo fue el regreso acá al bajar las aguas?

–Unos venían a ver su casa y lloraban. Otros buscaban algo en los sótanos, cerveza que no servía y la sidra tampoco. Yo lo único bueno que encontré fue un whisky y me lo tomé; todo lo que tenía corcho aguantó. Había cajones de cerveza con la tapa toda comida. El pueblo tenía todo listo para la temporada. De una tienda me llevé cortinas y las puse, pero mi hija las vio manchadas, las quemó y puso nuevas. Estaban saladas pero buenas. Yo las conservaba porque eran nuevas, las apreciaba porque eran un recuerdo; me decían que daba mal aspecto. Después había muchos platos de losa, algunos tenían la sal pegada y no salía; he regalado bolsas de platos a los puesteros de las estancias; ropa también, en una tienda quedó toda la ropa, manteles, gorras, sombreros, estaban duros pero se lavaban y servían. Yo usé algunos de esos pantalones y camisas. Venían muchos a buscar cosas; sacaban los cables, rompían bañaderas o inodoros para sacar plomo.

El eterno retorno del turismo

Villa Epecuén llegó a recibir 27.000 visitantes por año y vivía del turismo. Sufrió un diluvio y devino en una Atlántida moderna que la gente visitaba en lancha. De manera insólita, volvió a la superficie. Don Pablo cuenta que “la sal se comió los fierros de las construcciones; si hubiese sido agua dulce, habría sido distinto; pero la sal quema todo; las losas de los edificios se cayeron y quedaron al nivel del suelo, sin romperse”.

El otro giro inesperado de esta historia es que, al retirarse las aguas, la atracción fue caminar los restos del desastre, igual que a los pies del Vesubio. Y se generó tal interés, que ya 30.000 personas por año visitan las ruinas en una faceta apocalíptica de la industria del turismo, como demostrando aquella frase de que “es más fácil imaginar el fin del mundo, que el fin del capitalismo”.

 

Las malas lenguas del pueblo tildan a don Pablo de farsante por el detalle de que, en rigor, nunca vivió en Epecuén. Pero él exhibe fotocopia del registro escolar con su nombre, la prueba de que fue al colegio allí. Acaso no le perdonen haber sabido entrever, aquello que nadie quiso ver. O la fama, según él. Y no es plata lo que busca Pablo Novak: jamás le cobró un peso a nadie por la visita. Lo de él es más simple: quiere conversar, conocer gente. Contarse a sí mismo es lo que lo mantiene vivo: se siente valioso. Y lo confiesa a mucha honra: lo que más le fascina es hablar con los medios y consolidarse como celebridad mundial, durante los muchos años más que piensa vivir, a fuerza de caña con miel durante el mes de la Pachamama. De lo que se trata, es de ir sorteando agostos.

(Pagina 12)

Adolfo Alsina Carhué Epecuèn Lago Epecuén Pablo Novak 2023-10-01
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