
Carlitos Balá, el cómico de las frases inolvidables y los chistes inocentes, que alegró las vidas de los televidentes durante décadas, cumple hoy 97 años.
Carlos Salim Balaá nació el 13 de agosto de 1925 en el barrio porteño de Chacarita. Mustafá, su padre libanés, y Juana Boglich, su madre hija de croatas, preferían otra profesión para su hijo. Finalmente apoyaron su vocación artística, pero no querían saber nada del cambio de nombre. Incluso Carlitos ganó un concurso cómico en la radio con el seudónimo de “Carlos Valdéz”, pero aunque su padre lo estaba escuchando, no lo reconoció.
Carlitos Balá arrancó las primeras risas en los colectivos de la línea 19, cerca de la casa donde se crió, en la calle Olleros de la Capital Federal. Del transporte público saltó a la radio y El teatro en los años 50, para llegar enseguida a la televisión y el cine. En Radio El Mundo logró reconocimiento como parte del trío cómico con Jorge Marchesini y Alberto Locati, presentados por el locutor Antonio Carrizo.
Su primer gran éxito fue obra teatral “Canuto Cañete, conscripto del siete”, en 1963, que fue transformada en una película que se estrenó en los cines ese mismo año. Allí, aunque tenía 38 años, interpretaba a un soldado consentido en su casa, que se enfrentaba a los rigores de la vida militar y del bravísimo sargento Gómez que hacía Romualdo Quiroga.
Así fue como llegó a su propio show en la tele. Primero fue “Balamicina”, en canal 9 en 1963. Al año siguiente pasó a canal 13 y empezó un largo ciclo de programas familiares con mucha audiencia, como “El soldado Balá” y “El flequillo de Balá”, entre muchos otros.
Pero sin dudas fue en “El show de Carlitos Balá” donde se ganó de manera definitiva el corazón de grandes y chicos. Allí, mientras los pequeños dejaban sus chupetes en el “Chupetómetro”, hizo famosas frases que todavía usamos: “Mirá cómo tiemblo”, “Mamá, cuando nos vamo’?, “Más rápido que un bombero”, “Un kilo y dos pancitos”, “¿Qué gusto tiene la sal?” y muchas otras que pasan de generación en generación.
Paralelamente hizo 18 películas, siempre con humor sano y apto para toda la familia. Por ejemplo, “Canuto Cañete y los 40 ladrones”, “Dos locos en el aire”, “Brigada en acción”, “El tío Disparate”, “Las locuras del profesor”, “La carpa del amor” y “¡Qué linda es mi familia!”, entre otras que se siguen repitiendo en la televisión.
Funciona como nuestro espejo retrovisor. Un gestito de idea, la pregunta sobre qué gusto tiene la sal y nos devuelve un reino perdido. Carlitos Balá es la bala emocional que atraviesa el pecho argentino. Basta un «sumbudrule» o la palabra Angueto para un formateo, un reinicio que nos lleve a la primera patria, la infancia. Tal vez sea él, a sus 97 años, la única cosa que queda en movimiento de aquel niño que fuimos.
Más de 34.600 días de vida, más de 30 gobiernos atravesados, cuatro generaciones de fans, un pasaje de la TV blanco y negro a la de color y una curva que va del nacimiento artístico de la radiofonía hasta sus días como estrella involuntaria de Tik Tok hoy. »Ver reír a un chico es sagrado», repite y repite el que hizo de lo sagrado su profesión, la forma de llevar el pan a su familia.
Cuerpeó en silencio por décadas visitar hospitales y clínicas con una vacuna infalible, su sonrisa. Lo que pasó en el Sanatorio Anchorena en 2015 y se viralizó fue lo mismo que venía ejecutando una y otra vez sin prensa. Lo contó el propio Jefe de Emergencias, Adolfo Savia: «Apareció de la nada, dijo ‘¿hola vengo a ver a los pacientes’ y se quedó cinco horas recorriendo salas y levantándole el ánimo a los enfermos»‘.

Carlos Salim Balaá fundó un lunfardo infantil, un código común de interjecciones (¡Ea-ea-ea pe-pé!) y un mundo más noble que Disneylandia. Instaló en sus niños esa vieja idea de El Principito de que lo esencial es invisible a los ojos. Lo promovió con un perro intangible, con una mascota abstracta a la que todos juramos ver. Lo dice esa daga retro, su canción sin ornamentos: «La vida tiene mil cosas que son hermosas y no se ven».
El señor que vio inaugurar el Obelisco, el que vio el pasaje de la adicción infantil al chupete a la otra, la del celular, tiene más años que la televisión argentina, más que Mirtha Legrand y casi la misma que edad que la radio argentina, que ya cumplió 100. Todavía hace alguna que otra presentación teatral cuando los médicos lo aprueban. Es el artista argentino popular más longevo del país y el que desde hace 30 años juega con la misma idea apenas abre la puerta de su casa: «Todavía sigo en Recoleta, pero del lado de afuera».
Las canas aparecieron hace casi medio siglo, pero el niño Balá nunca escapó de su cuerpo. Lo cuentan sus allegados, lo confirma él. «Me meto a un restaurante con el dedo en la nariz y pregunto: ‘¿Necesitan cocinero?’«.
BBalá no cree en algoritmos, ni máquinas, ni futurismo ligado a los estudios de un CEO. «Pasa el tiempo, habrá más artefactos, pero la parte humana del chico es igual que hace 40 años. ¿Le duele algo? El chico llora. ¿No le gusta? Hace puchero. No me vengan con libritos. Ayer y ahora un nene es un nene».
Más de un cuarentón/cincuentón todavía llora por el gesto: Balá tiene anotados los cumpleaños de sus Followers más antiguos y los llama para su cumpleaños. «¿Está Eduardito, está Antonito, está fulanito el grandulón? Habla Carlitos Balá. Dígame… meeee».
Carlitos tiene el cuerpo cansado. Pero el reposo del guerrero se ve interrumpido por homenajes incesantes, por ofertas laborales como la publicidad que hoy lo tiene oficiando de rey de las comunicaciones virtuales. Los gurúes lo buscan por «imagen blanca», imbatible a la hora de la confianza y la transmisión de valores. Saben que cuando ese ser aparece, venden lo que sea porque nos interpela, nos reencuentra.
Desde hace años su foto no cambia. «Es que soy viejo desde hace mucho», ironiza. Parece haber hecho un pacto con millones de argentinos. Nos dijo que era natural crecer, pero que no es bueno olvidarse de ser niño. Cada vez que reaparece y lo vemos, no lo vemos. Nos estamos acordando de quiénes fuimos. (TN/Clarín/Diario de Rivera)
