La cita con Leonardo Sbaraglia es en el lujoso hotel María Cristina de San Sebastián, un hermoso edificio de la belle époque inaugurado en 1912 y por cuyas habitaciones han pasado León Trotski, Mata Hari, Maurice Ravel, Coco Chanel, Bette Davis, Audrey Hepburn, Alfred Hitchcock, Steven Spielberg y Mick Jagger.
Sin embargo, alejado por completo del glamour de semejantes huéspedes, el actor recibe a elDiarioARcon un té de carqueja en la mano (habrá un “debate” entre entrevistador y entrevistado respecto de cuándo y cómo es mejor tomarlo) y una fuente de frutas. Así de descontracturado será el diálogo sobre su interpretación del periodista José de Zer en “El hombre que amaba los platos voladores”, película que compitió en la sección oficial del reciente festival de San Sebastián, que Netflix estrenará el 18 de octubre y que ya se está proyectando en el Atlas Caballito (única sala), pero también sobre su presente artístico y personal, así como su mirada del cine y del país.
A los 54 años, Sbaraglia atraviesa el mejor momento de su carrera con exigentes y potentes actuaciones como las de “Errante corazón” (2021) o “Puan” (2023). Ya sea en papeles secundarios como el de “Blondi”, en comedias como “Hoy se arregla el mundo” y en series españolas como “Todos mienten”, “Élite” o “Las Azules” ha expuesto una variedad de recursos, una ductilidad y un desenfado que no tenía (o escondía) durante su juventud.
Pero hay otra faceta que ha marcado los hiperactivos últimos años de Sbaraglia: la de encarnar en la ficción a personajes reales. Fue Guillermo Coppola en la miniserie “Maradona: sueño bendito”; Álvaro Torres (inspirado en el empresario Marcelo Romeo) en “El gerente”, ahora interpretó a José de Zer, un periodista sensacionalista que batió récords (más de 50 puntos de rating) en el noticiero Nuevediario con sus delirantes informes de, por ejemplo, presencia extraterrestre en el cerro Uritorco, próximo a la ciudad cordobesa de Capilla el Monte; y en breve lo veremos como Carlos Saúl Menem en la serie de Amazon Prime Video dirigida por Ariel Winograd.
—Hay un debate histórico respecto de qué debe priorizar un actor a la hora de interpretar a un personaje real: está la obsesión por la imitación, la mimetización, mientras otros apuestan por crear algo no tan exacto en cuanto a la voz o la gestualidad, pero que tenga vuelo propio ¿Cómo encarás en tu caso la preparación y la construcción de ese tipo de papeles?
—Sobre Menem hay muchísimo más material y además la gente lo tiene más incorporado. En cambio, mucha gente (sobre todo joven) no tiene idea de quién fue José de Zer. Estábamos en la duda respecto de si apostar a algo más realista o no. Nunca busco imitar porque para eso están los imitadores. Las escenas te obligan a una interpretación y en este caso era difícil ir encontrando el tono, el punto justo. En ese sentido, ensayamos un par de meses antes de ir al rodaje, algo que a mi me parece muy importante. En esto también hay varias teorías: hay directores que no creen en el ensayo, prefieren ir de forma directa al la filmación y trabajar ahí. A veces, no hay tiempo ni dinero, pero yo agradezco cuando un realizador me propone ensayar mínimamente un mes para establecer un lenguaje, encontrar una base con el director.
En un principio era víctima de cierto encorsetamiento por la compulsión de transformarme en un actor más serio, en salir del rol de galancito que tuve entre los 20 y los 30
—¿El enfoque es muy diferente respecto de cuando el personaje es puramente ficcional?
—Sí, muy diferente. He visto todos los videos disponibles de José (de Zer). Los escuché mil veces tratando de encontrar el lugar en la garganta, en su energía, en su alma. Era un tipo de un enorme histrionismo, de apariencia fuerte, pero en el fondo también muy frágil. Teníamos que contar cómo era alguien muy ansioso, que tomaba muchos ansiolíticos para bajar, que tenía mucho fuego, que fumaba cualquier cantidad, que casi no comía ni dormía. Son elementos que te ayudan a construir, no solo es verlo a él en un video, hay que entrar en una frecuencia diferente. Yo tengo una personalidad más sosegada. Se trata de conseguir lo que te pide cada escena y luego en el rodaje todo se va enhebrando. La composición va penetrando en todo, te va absorbiendo. Yo me veo en las primeras escenas que rodamos -que como en el cine nada es cronológico la gente no se da cuenta, pero yo sí- que me faltaba algo y que en las últimas escenas toda esa esencia está mucho más incorporada. Hay un proceso de mímesis. Todo se termina cocinando, cuajando. Al principio vas buscando, vas tanteando. Yo lo escuchaba a José con los auriculares hasta un minuto antes de rodar con la obsesión de encontrar la voz y al mismo tiempo de no lastimarme la garganta. Diego (Lerman) me decía: “Ya basta, encontremos a nuestro De Zer”. Es como cuando vas al jardín de la mano de tu mamá, ella te suelta y te dice que tenés que entrar solo.
—Durante mucho tiempo se te veía obsesionado porque se te reconociera como un actor de prestigio, se te notaba demasiado preocupado o pendiente del qué dirán. Ahora, se te percibe con una madurez mucho más liberada, más suelta. En “El hombre que amaba los plastos voladores” das rienda suelta al humor, cantás canciones de Pimpinela y Alberto Cortés ¿Cuándo, cómo y por qué se produjo ese clic?
—Sí, fue un proceso que me lo comentó mucha gente y que se potenció en los últimos 10 años de mi vida. En un principio era víctima de cierto encorsetamiento por la compulsión de transformarme en un actor más serio, en salir del rol de galancito que tuve entre los 20 y los 30, allá en la década de 1990. De golpe, estaba trabajando con Alfredo Alcón y tenía que demostrar que estaba a la altura. Luego me vine a España y me ayudó mucho en eso de romper el molde porque acá se ríen mucho más de sí mismos. Y la vuelta a la Argentina me encontró también en cuestiones personales con cierta madurez, pude soltar la mano de aquellos actores que yo creía que me hacían bien y hoy sigo en la búsqueda. El crecimiento personal y el profesional van siempre de la mano, la libertad se manifiesta en ambos terrenos de forma simultánea. Es de ida y vuelta porque a veces cosas del trabajo te ayudan a romper barreras en lo personal.
—¿Cómo fue interpretar a Menem?
—Esa experiencia me permitió ampliar el rango de exploración, iluminar otros lugares expresivos míos en los que no había incursionado, estar más lanzado, asumir más capacidad de riesgo. Mi espectro de búsqueda o de musculación se expandió. Fui al gimnasio de la imaginación. Me habilitó a jugar. Los personajes viajan conmigo durante muchísimo tiempo. Hay que escuchar para aprender, para estimularse, para ilusionarse, para vitalizarse, para desear, para mejorar como actor y como persona. En lo personal voy creciendo y los distintos personajes dialogan con mi propia vida. En un gran porcentaje mi trabajo es mi vida y mi vida es el trabajo.
—¿Y qué te interesó en especial de un personaje con tantas facetas y posibilidades histriónicas como José de Zer?
—En principio, las ganas trabajar con Diego, de quien me había encantado “La mirada invisible”, en un guion que era estupendo y con una historia que habla de cosas originales y personales, que es misteriosa, metafórica y poética porque va más allá de lo que podemos ver o entender. Un personaje que va encontrando nuevos mundos, que debe lidiar con ataques, con la enfermedad y con la muerte, pero que también tiene que ver con lo lúdico, con la luz y la sanación. La experiencia de filmar en un pueblo minero como La Carolina en San Luis, que tiene apenas 150 habitantes, que parece detenido en el tiempo y en el que ocurrieron muchas tragedias, fue increíble, no hay tantas así en la vida y por eso estoy muy agradecido.
—La película daba para la parodia y hasta la sátira, pero ustedes decidieron iluminar otras zonas.
—José a su manera perseguía cosas legítimas, su verdad. Lo catalogaron como un farsante, pero todos nos sentimos alguna vez así, un poco farsantes y al mismo tiempo persiguiendo alguna verdad. Me tuve que creer su discurso, su costado medio mesiánico, cierto esoterismo, entrar en el juego de alguien que estaba todo el tiempo corriendo los límites de la realidad, que pone en cuestión qué es la verdad, la realidad, la locura. Cuántos locos hoy están en lugares muy importantes. En el arte tenemos todos los permisos para llevar esa locura hasta donde dé el verosímil. Conocí a muchas personas que habían trabajado con él en el canal y también a su hija Paula, que me habló con muchísimo cariño y amor de su papá. La gente le tenía mucha admiración. Toda la gente con la que hablamos nos decía “es un capo”, las cosas que hacía, la capacidad inventiva, de imaginación, de resolución, de agilidad que tenía ese hombre. Fue un pionero de muchas cosas en la televisión.
—Desde la pandemia filmaste cerca de 20 proyectos entre películas y series, tanto en España como en la Argentina; una continuidad encomiable que ahora está en riesgo porque la industria audiovisual local está prácticamente parada.
—Hace 40 años que me rompo el alma como actor, que trato de defender mi oficio con la mayor dignidad. Yo voy a seguir trabajando porque hay proyectos con plataformas de streaming (N. de la. R. “Las maldiciones”, serie de Netflix dirigida por Daniel Burman sobre libro de Claudia Piñeiro), pero hoy -como dije en la conferencia de prensa acá en San Sebastián- se trata de salvar al cine y sobre todo, a la Argentina. El cine, la cultura, el arte siempre ha encontrado infinitas maneras de lucha, de resistencia y de expresión. Lamento que no haya voluntad de diálogo por parte de un gobierno que se dedica a combatir a un cine que es maravilloso, reconocido en todo el mundo por su calidad y diversidad, a una industria que da de comer a miles de familias. Claramente no se trata de una cuestión económica sino de una decisión política, generando un escenario de conflicto que no iniciamos los artistas. Es realmente muy triste. (El Diario AR)