La primera vez que los padres de María Constanza Ceruti la llevaron a un museo, el de La Plata, la niña de entonces seis años se asustó y no quiso entrar a la sala donde se exhiben momias de la época tardía del antiguo Egipto. Finalmente se animó.
Nadie podría haber anticipado que, con el correr del tiempo, sería una de las dos líderes de la expedición que, buscando estudiar el sitio arqueológico más alto del planeta, en 1999 halló cerca de la cima de un volcán en Salta los cuerpos de tres niños sacrificados por los Incas hace unos 500 años, los famosos Niños del Llullaillaco, las momias mejor preservadas de la historia. Tampoco podía anticipar en aquel entonces que observaría en persona cientos de momias en todos los rincones del planeta, desde Perú, Egipto y los fiordos de Groenlandia hasta los Alpes austríacos y Tailandia. O que los medios la llegarían a comparar con el personaje de Indiana Jones.
“Las momias siempre resultan muy movilizadoras, tanto por lo que son intrínsecamente, como por lo que connotan a nivel simbólico”, dijo Ceruti a Infobae. Graduada como antropóloga en la UBA con medalla de oro, doctorada en la Universidad Nacional de Cuyo, profesora de la Universidad Católica de Salta (UCASAL), miembro de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires e investigadora del CONICET, Ceruti es también una experimentada montañista que conquistó más de un centenar de cumbres en todo el planeta y fue la primera mujer en recibir el premio Cóndor de Oro del Ejército argentino por su aptitud especial en las alturas.
Además, es autora de una veintena de libros, entre ellos, Embajadores del pasado, una colección sobre montañas sagradas publicada y Procesiones andinas en alta montaña. Ceruti ganó, entre otros premios, la Medalla de Oro de la Sociedad Internacional de Mujeres Geógrafas en 2017 por sus contribuciones a la arqueología de alta montaña y la antropología de montañas sagradas.
En diálogo con Infobae, habló sobre el inicio de su vocación, el significado de las momias, la experiencia traumática de las familias de los niños incas sacrificados, su posición sobre la exhibición de los cuerpos, el miedo durante las expediciones, la veneración de las montañas, los malentendidos respeto a las tradiciones ancestrales, las barreras que enfrentó por ser mujer y el sueño que le queda por cumplir.
– ¿Qué nació primero, tu amor por la arqueología y la antropología o por las montañas?
– El amor por la antropología y la arqueología nació inspirado por las lecturas que me apasionaban a los ocho o nueve años. La experiencia física de la montaña llegó recién en la adolescencia, en caminatas por las Sierras de Córdoba y campamentos en Patagonia. Pero cuando pienso en el primer libro que pedí a los seis años era Heidi, se me complica un poco la cronología. En el fondo, mis grandes amores han estado siempre interrelacionados.
– ¿Qué son las momias desde el punto de vista técnico y qué tipo de información brindan?
– El pionero de los estudios de paleopatología, el doctor Arthur Aufderheide, definía a las momias como “cuerpos o partes de cuerpos que conservan tejidos blandos más allá del período esperable de descomposición”. Entran en este amplio universo las momias embalsamadas de los faraones egipcios, las momias de los pantanos del norte de Europa, el hombre del hielo del Tirol, los cuerpos incorruptos y reliquias de los santos. A través de las momias, la mirada científica al pasado histórico (formas de vida, actividades, dieta, enfermedades, etc.) se amplía y alcanza aspectos que no se pueden abordar desde el estudio de restos de esqueletos.
– ¿Cuál fue la primera momia que viste y cuáles son las que más te han sorprendido?
– Debe ser alguna momia egipcia en el Museo de La Plata. Después de mucho importunar a mis padres para que me llevaran al museo, recuerdo que cuando llegamos me dio miedo y no quise entrar a la sala. En cualquier etapa de la vida, las momias siempre resultan muy movilizadoras. La momia que más me sorprendió está en Londres y tuve oportunidad de verla cuando me invitaron a participar de un congreso. Lo sorprendente es que no estaba en ningún museo, sino en medio de los pasillos de la universidad que organizaba el evento, sentada en una silla, detrás de una vitrina. Su presencia estaba tan naturalizada que los estudiantes pasaban a su lado sin prestarle mayor atención. Con dos siglos de antigüedad, es el cuerpo embalsamado del primer rector de aquella Casa de Altos Estudios.
– A los 26 años fuiste una de las líderes de la expedición que descubrió los niños de Llullaillaco, soportaron una tormenta de granizo y vientos huracanados a 6.600 metros de altura. ¿Llegaste a temer por tu vida?
– El montañismo muchas veces implica poner la vida en riesgo, pero se trata de un riesgo que se asume (calibrado por la propia experiencia) como parte de aquello con lo que naturalmente uno se enfrenta para poder avanzar. La experiencia previa y una actitud respetuosa hacia la montaña aumentan las probabilidades de alcanzar la cima. Siempre hay imponderables, como las tormentas eléctricas, que se vuelven aún más peligrosas cuando se está acampando en altura: más allá de que se procure alejar los crampones, piolets y otros elementos metálicos, para no atraer las descargas eléctricas, el peligro es grande.
En la expedición que codirigí con Johan Reinhard al volcán Llullaillaco no llegué a temer por mi vida en ningún momento, aunque sí teníamos clara conciencia de que estábamos enfrentando un riesgo considerable. Inclusive hice cumbre “en solitario” la primera vez, después de un porteo de equipos desde el campamento intermedio. En cambio, sí había tenido temor en la expedición previa, al nevado de Quehuar (donde recuperamos los restos de una momia que había sido parcialmente destruida por buscadores de tesoros en los años 70), ya que trabajábamos mucho más expuestos a los rayos.
En las ascensiones para arqueología de alta montaña en los Andes nunca tuvimos accidentes. Solo complicaciones como algún principio de congelamiento en los dedos de manos y pies, que experimenté en varias oportunidades, con distintos grados de gravedad, principalmente por la falta de indumentaria de calidad. Pero en ascensos en paredes rocosas de las Dolomitas y los Alpes Julianos, si he llegado a preguntarme qué hacía allí…
– ¿Imaginabas ese hallazgo en la cumbre del Llullaillaico?
– La intención era estudiar el sitio arqueológico más alto del planeta y en verdad no sabíamos con que íbamos a encontrarnos en la estratigrafía. La montaña decidió colocarnos ante las momias mejor conservadas de la historia. La altitud extrema implica temperaturas bajo cero e hipoxia, que ayudan a la preservación de materiales orgánicos. Observamos que la nieve no se acumula en la cima, barrida por los fuertes vientos, y por ello la capa de permafrost era bastante delgada, lo cual contribuyó a la conservación, al igual que las cenizas volcánicas, que tienen propiedades antibacterianas.
– Desde nuestra visión moderna, el sacrificio ritual de los Incas de niños, niñas y adolescentes es difícil de comprender. ¿Es posible inferir cómo experimentaban las familias, los padres, los hermanos y las propias víctimas esas ofrendas?
– Indudablemente, más allá de las razones religiosas esgrimidas por los Incas, las prácticas sacrificiales debieron resultar traumáticas; especialmente para los familiares de los niños. Las fuentes históricas escritas por cronistas españoles y sacerdotes “extirpadores de idolatrías” en tiempos de la conquista ilustran acerca del amplio espectro de reacciones entre los familiares, que iban desde la identificación con el perpetrador hasta la represión de las emociones. El cronista Rodrigo Hernández Príncipe relata el sacrificio de una niña que era hija de un curaca (cacique local) y fue enviada por su propio padre como obsequio para el Inca, a fin de ser reconfirmado en el cargo. El fraile Bernabé Cobo dice que a los padres no se les permitía llorar ni quejarse cuando sus hijos eran elegidos para el sacrificio. También se sabe que las madres de infantes amamantaban a sus hijos mientras acompañaban las procesiones que los llevaban hacia la montaña de destino.
– Hay personas que creen que los Niños del Llullaillaco no deberían ser exhibidos. ¿Cuál es tu posición al respecto?
– No he tenido participación en lo dispuesto por el Museo de Arqueología de Alta Montaña de Salta y considero que las preguntas relativas a la presentación pública de las momias del Llullaillaco deberían ser formuladas a quienes tomaron las decisiones. Durante los años en que las momias estuvieron en estudio en la Universidad Católica de Salta, el foco estuvo en la investigación científica interdisciplinaria y no había acceso del público. Lo real es que el registro arqueológico se encuentra amenazado desde hace muchas décadas por el huaqueo (saqueo de yacimientos arqueológicos), la minería, cuestiones climáticas, etcétera. Además de la conservación del patrimonio, hay que tener en cuenta también la función pedagógica y educativa de los museos. Los profesionales museólogos deben intentar acompañar la decisión de cada comunidad, procurando la preservación de los hallazgos del modo más respetuoso posible.
– ¿Existen santuarios de alta montaña en otros lugares del mundo?
– Las montañas han sido veneradas históricamente en el contexto de creencias y ritos vinculados a la fertilidad, el culto a los ancestros, las catástrofes naturales y la legitimación de la autoridad de los gobernantes, con ascensos individuales por motivos ascéticos y contemplativos y ascensiones colectivas para la realización de sacrificios y ofrendas. He tenido oportunidad de recorrer santuarios de montaña de la civilización minoica en la isla de Creta y también adoratorios aztecas en algunos volcanes mexicanos. Los santuarios de altura de los Incas se caracterizan por ser los más altos del mundo.
– ¿Cuántas veces en tu carrera sentiste que se te imponían barreras por tu condición de mujer?
– Nunca en la montaña; pero la historia es otra en medio del mundanal ruido. Las interacciones con colegas suelen ser ámbitos donde se dan situaciones bastante injustas. En mi experiencia, hubo invisibilidad, mi nombre fue omitido durante años con relación a importantes descubrimientos, y la apropiación indebida de méritos académicos: personas que ni siquiera estaban en la montaña se “colgaron los laureles” de nuestro trabajo. Y no es una situación atípica. En la historia de las ciencias el papel de la mujer, en especial de las investigadoras del hemisferio sur, tiende a ser menos visible. Veinte años atrás, en el CONICET se dudaba persistentemente de la factibilidad de proyectos como el mío, simplemente porque involucraban a una mujer escalando mientras yo llevaba decenas de ascensos exploratorios a más de 5000 metros y había recibido el Cóndor Dorado por aptitud especial en montaña. Sin embargo, se trata en verdad de fenómenos multifacéticos y complejos, que no pueden reducirse a cuestiones de género.
A mi entender, el meollo está en la poco reconocida violencia contra la excelencia, que tanto daño le ocasiona a nuestra querida Argentina. Cuando fui incorporada como el miembro más joven de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, un puñado de colegas intentó infructuosamente obstaculizar mis progresos en el CONICET. Los veinticinco libros y alrededor de 200 artículos científicos que he publicado, son cada vez más leídos, pero también pueden generar irritación entre evaluadores con menos antecedentes. Los premios y distinciones recibidos, como la Medalla de Oro de la Sociedad Internacional de Mujeres Geógrafas, hablan de la calidad del trabajo y no han sido otorgados a ningún otro investigador argentino. Este es un aspecto que suele ser pasado por alto a nivel local.
– ¿Te queda algún sueño por cumplir?
– Definiría a mi carrera como muy esforzada y bastante fructífera. Es exitosa en la medida de haber logrado “contagiar mi locura”, y que conocer y preservar las montañas sagradas sea hoy una aspiración cada vez más difundida. Sigo trabajando “a pulmón y a dedo” (literalmente), viajando cuando se puede gracias a invitaciones de universidades internacionales, que valoran el carácter pionero de mis investigaciones. Mi sueño pendiente es poder fundar un centro de estudios de montañas sagradas, donde mi biblioteca esté a disposición de estudiantes, montañistas, docentes y de todos aquellos interesados en estos temas. Para mí sería importante poder inaugurarlo en el país en el que elegí quedarme, pese a las adversidades. La historia de varias líneas de investigación pioneras, de creciente proyección mundial -como la arqueología de glaciares o los estudios de peregrinajes en altura- tiene su origen en las montañas de Argentina y merece ser contada desde nuestro suelo, donde comenzó la aventura. (Infobae)