Lo vi quebrarse, por primera vez, una fría tarde de agosto de 1999 en la confitería La Cibeles, en Alsina y Soler.
Estábamos sentados charlando, grabador de por medio, en una de las mesitas cuadradas de color negro. El lunguito extrovertido que ya se destacaba en Olimpo, por un momento dejó de lado el básquetbol, entró como un volcán en erupción y sacó la parte más íntima de su historia: “Te voy a contar la verdad… Yo me llamo Juan de Dios Cansina, pero mi nombre, hasta los siete años, fue Mario Oscar Vogel”, confesó, mientras rompió en llanto, desconsoladamente.
Parecía un nene. Tenía 23 años. Fuerte. ¡Muy fuerte…! A mí se me aflojaron las piernas. A él se le abrió el corazón.
Cuatro años más tarde, Luisa Cansina, su mamá adoptiva, en la casa de Espora al 200 se encargó de detallar su relación con Juan, desde diciembre de 1975, cuando él tenía poco más de un mes (nació el 26 de noviembre).
“Creo que a él lo mandó Dios”, aseguró. Era su historia, la que Juan siempre escuchó. La única para él. La que le contaba “su” mamá, de quien sólo se separó durante tres meses -por pedido de su familia biológica- y que rápidamente volvió a sus manos
Luisa falleció en 2015, en Gualeguaychú, donde la había llevado Juan. Y él justo la perdió en su último recorrido como basquetbolista, la carrera que le dio equilibrio en todo sentido. Eso, con el tiempo, fue desnudando su tristeza, la que ya no podía dominar y padecía los últimos fines de semana en Gualeguaychú, básicamente, desde su separación de Soledad, su segunda pareja, con quien tuvo a Juan Cruz (3 años).
Las cuatro paredes del departamento lo encerraban en sus pensamientos. Lo perturbaban las preguntas sin respuesta.
“De repente me encontré solo -cuenta- y en esos momentos me pregunté: ¿por qué tengo que estar solo? Busquemos a María Isabel. Empecemos por estar bien con uno mismo…”.
Ahí mismo llamó a Ofelia Catani, una amiga que, a su vez, tenía una conocida que sabía algo de la historia.
«Me tiró el dato del fallecimiento de María Isabel (su mamá biológica) y de mi abuela (Nélida Chávez). Le conté a Anabela García, amiga de la vida y me movilizó a que viniera. Y Rodrigo Gómez, otro amigo, me abrió las puertas (del ACA Villa Bordeu), y acá estoy, en Bahía”, resume.
Él necesitaba volver. A mí me conmovió ser a quien buscara para acompañarlo. Y así pude conocer más de su historia, esa que se animó a contarme hace 23 años.
“Tengo una dirección de quien supuestamente es mi tía. Me gustaría que vinieras conmigo. ¿Te animás?”, me tiró en frío, por teléfono.
Lo noté convencido. Mucho más que yo. Para mí era todo un desafío. Lo pensé… No podía fallarle: “Dale, vamos. Te espero mañana a las 10”.
Después de pasar una noche inquieto, lejos de conciliar un sueño profundo, se hizo la hora. Y llegó Juan. Subí a su Peugeot 207 y me entregó un expediente que tenía en el asiento del acompañante: “Mirá, acá está todo”, indicó.
En la primera página destacado con resaltador se leía la parte donde Olegario Carlos Vogel (abuelo de Juan) exponía que había tenido una hija -María Isabel- con Nélida Chávez, de quien estaba separado.
Y en el documento figuraba una dirección, además de otra alternativa. Allá fuimos, en busca de sus raíces, sin saber con qué podríamos encontrarnos.
A medida que se acortaba la distancia aumentaba la ansiedad. “¿Vos sabés que alguna vez vine por acá?”, cuenta Juan.
Siguió, observando todo mientras manejaba y respondía a lo que indicaba el GPS, hasta desembocar en calle Mendoza, al fondo.
“Llegamos”, apuntó.
Juan desenrosca sus largas piernas y con sus dos metros sale del auto. Va en busca de su propia identidad. Es el momento de ponerse cara a cara con la verdad.
No encuentra el timbre, golpea las manos. Dos perros se acercan a la puerta de hierro y ladran. Éramos desconocidos, claro.
La casa está más bien adentro. Y de allá se asoma un hombre. Viene caminando hasta la puerta: “Buen día”, saluda, aunque con un gesto de ¿qué necesitan?.
—Buen día. Mi nombre es Juan de Dios Cansina. Estoy buscando a la señora Vogel María Isabel.
—(Lo mira fijo y responde con voz tenue) Me dejás helado… Falleció…
—Sí, me imaginé por lo que me habían dicho. Bueno, le cuento, yo soy Vogel Mario Oscar. Yo soy el hijo que tuvo y que le dio en adopción en Cabildo a Luisa Magdalena Cansina de Leinecker.
—Sí, ella estaba viviendo en mi casa. Era mi hermanastra.
El hombre se animó y confiado abrió la puerta: “Vos sos Vogel, sos familia; pasen los dos”.
Era un paso gigante en el camino de la búsqueda. Se hizo eterno el recorrido de unos siete metros hasta la puerta principal.
Entramos. La pava y el mate sobre la mesa, varios portarretratos en un mueble y el televisor encendido enmarcaban lo que sería una charla cargada de sorpresa y emoción.
“Me encontraron desayunando”, aclara el hombre, de pocas palabras. Nos sentamos a la mesa.
Juan rompe el hielo: “Vine a cerrar un poco mi historia”.
Y empezó a relatar lo que pocas veces había contado y nunca a alguien tan cercano.
“Luisa Cansina de Leinecker tuvo dos hijos. En 2008, Graciela Cansina, su hija, se encontró con quien era en ese momento mi señora, María Florencia Recalde, y le contó, con mala intención, que yo no era hijo adoptado legalmente, sino que era robado, porque mi mamá, supuestamente era militante peronista y estaba metida en la Triple A. Para Florencia fue muy duro; empezó a investigar a escondidas mías, con las Madres de Plaza de Mayo”.
El hombre, atento, estaba descubriendo una parte que no conocía.
“En 2010 ella me confesó lo que venía haciendo, recopilamos la documentación y la envió a Buenos Aires. En 2013 las Madres me dijeron que tenían los expedientes. Y me dieron todo esto (muestra el legajo completo), los datos de esta dirección y otra alternativa. Quedó ahí. Pasó el tiempo y yo seguía enojado conmigo. Con el correr de los años fui papá -contó-, y Santiago, mi hijo de 13 años, más de una vez me preguntó sobre el tema; nunca tuve respuesta”.
—Nosotros teníamos noticias tuyas porque habías salido en el diario, por el básquet.
—Mi abuela era la que más me buscaba. María Isabel, cuando cumplí un año, se fue a quejar preguntando por qué Olegario me había dado en adopción. Entonces, mi mamá me contó que la jueza había dictaminado que volviera con mi familia biológica. Estuve un tiempo y Pedro Bécares, el asistente social que me seguía, según la historia que me contaron, no me vio en las mejores condiciones y automáticamente me llevó al juzgado de la jueza María Corbacho. Ella llamó a Luisa a Cabildo, se vino y, de acuerdo con su relato, al verla la reconocí y la abracé. La jueza le preguntó si quería hacer una denuncia por el trato que habían tenido y ella le dijo que no era necesario, con tenerme ya estaba tranquila. Ahí volví a Cabildo con Luisa, hasta que se vino a vivir a Bahía Blanca, después de separarse de Juan Leinecker.
—Sí, el sodero.
—Exactamente.
A esta altura, sabiendo cuál era el objetivo de la visita, el hombre prefirió sumar otro testigo directo: “Aguantá que llamo a mi señora que está enfrente”.
Se lo nota más distendido. Y aún con más alivio cuando llegó ella: “¿A ver si lo conocés?”, le pregunta.
“Y… Es alto, así que Vogel seguro. Veo papeles ahí”, advierte, indicando el expediente que está sobre la mesa.
Él es Guillermo, ella, Liliana. Hoy son matrimonio, también con una particular historia.
“Guillermo es mi marido y hermano de tu mamá Isabel -le apunta Lili-. Lo que pasa que su papá fue el primer marido de mi mamá. Después de muchos años tuvo a Guillermo y otros nueve hijos. Nos conocimos cuando Isabel estuvo internada. Es decir, él es hermano de Isabel por parte de padre y yo soy hermana de Isabel de parte de madre”.
Los dos están bien predispuestos. Ella trae una caja de chapa con fotos. Juan se quiebra por primera vez. Ve la cara de su mamá. No la recuerda. Es muy fuerte.
“Lo último que supe de vos es que estabas en Neuquén (jugó en Independiente)”, le cuenta Liliana y a la vez le confiesa que lo buscó.
Suspira, le cuesta contar detalles. Hace un esfuerzo y afronta el tema. Había algo más: “Antes de fallecer mi hermana estuvo muchos días en terapia. Y te buscamos. Su estado era crítico y llegado el momento le agarré su mano y le dije: ‘No luches más, ya vinieron todos, al que estás esperando no va a venir porque no lo encontramos, así que andate tranquila’. Al otro día falleció”.
En esa época Juan estaba en Entre Ríos.
“El recuerdo que tengo de vos -dice Lili- es el flequillito como (Carlitos) Balá y ojos claros…”.
—¡Sííí..
—Eras morochito. Vivías en la calle Chancay.
—¡Sí señora! En la última casa. ¿Sabés por qué me acuerdo? Porque en el ’82 pasaba el tren, muy despacito, con los soldados que iban a la Isla, Luisa les compraba cigarrillos y yo les hacía dibujos.
Luisa crió como pudo a Juan.
“Mi mamá trabajaba en un restaurante de la Avenida Alem que se llamaba El Carretón. Se iba a las siete de la tarde, me dejaba encerrado con mis juegos y un perrito. Cuando volvía, a las dos o tres de la mañana yo ya dormía. Al día siguiente –detalla- me llevaba al Patronato de la Infancia. Ahí almorzaba y me iba a la Escuela Nº6. Después me buscaba el transporte escolar para volver a la casa de Chancay”.
—En esa época tu mamá dejaba que vinieras a ver a mi hermana Isabel.
—¡Mirá! No me acordaba…
—La condición era que no podíamos decirte que Isabel era tu mamá.
Juan, inmediatamente, salta con un recuerdo imborrable: “¿Sabés? No sé en qué año, pero Hugo Rosendo trabajó en la sodería y después tuvo una zapatería…”.
Lili sale al cruce, sin permitirle terminar la frase: “Sí, vos la veías ahí a mi hermana…”.
—Un día yo entraba al negocio y una chica que salía me chocó; yo ya era grande, y dije: “Bue… Para el 2000 vamos a tener que poner semáforos hasta en los negocios”. Hugo no me dijo nada en ese momento y después de un tiempo me contó: “¿Te acordás la chica que chocaste? Bueno, era tu mamá”. No la registré, aun haciendo memoria no podía recordarla.
—Volviendo a lo anterior, mi hermana un día que viniste de visita a casa te agarró en la pieza y te dijo: “Tu mamá no es esa señora que dice eso, tu mamá soy yo”. Y a partir de ahí no tuvimos más contacto con vos. Isabel siempre decía que te cruzaba. Si bien sabíamos que te llamabas Juan de Dios, ella siempre te reconoció como Mario. Después salió un reportaje tuyo en el diario y se pudrió todo. Por eso le dije cuando estaba muy mal: “Lo busqué, pero no va a venir”.
—Sí, el título fue: “Madre hay una sola” y arriba decía: “Mario Vogel hoy es Juan de Dios Cansina”. Te voy a contar más, ese día a las dos de la mañana compré el diario y fue durísimo, no pude terminar de leer la nota…
—Y… es duro…
—Es que leer “Mario Vogel hoy es Juan de Dios Cansina” fue un ¡tac, tac…!, como que falleció una persona y nació otra.
—A mí me dolió muchísimo. Vos lo tomaste como te lo metieron en la cabeza, y ya pasó, pero yo soy de la idea que uno puede inculcarle algo a los chicos, pero a determinada edad uno quiere investigar, saber…
La Nueva: —Es así, lo que pasa que él tuvo una fuerte influencia de Luisa.
—Claaaro. Lo tomamos desde ese lado, pero fueee… duro. Sobre todo para mi mamá, cuando decías que te habían sacado lleno de piojos y sucio. Te puedo asegurar que eso fue imposible. Porque la casa de mi mamá era un espejo. Por eso, lo que te contaron no fue real.
—Es que yo escuché una parte. Por eso está bueno intercambiar. Ahora, sabíamos que María Isabel tenía algún problema neurológico, pero nunca supe si fue adquirido o congénito.
—Te cuento. Mi hermana tenía deficiencia mental, murió en 2014, a los 62 años, con una edad madurativa de 13. Ella tuvo convulsiones a los dos años y las secuelas las comprobaron cuando empezó la escuela. Mi mamá la crió como una hija normal; ella se manejaba sola, vendía cepillos, iba al banco. Mi mamá le daba todo…
—¿Y papá…? Según la información que tengo es que algunos se aprovechaban por la deficiencia mental de María Isabel. Y nunca supieron quién era mi papá.
Liliana: —Por parte de mi familia nunca se supo quién era tu papá…
Guillermo: —Nosotros vivíamos del otro lado de la vía y a una cuadra de donde estaba Isabel… Uno entró mientras ella se estaba bañando y… Los que vivían ahí después se fueron. Eran jornaleros.
El relato perfora el alma. Juan vuelve a quebrarse. No es para menos. Es mucha información junta. Terrible.
Liliana descomprime, va a buscar más fotos de Isabel. A él se le mezcla alegría con tristeza, mientras ella identifica a cada uno de sus tíos.
“Ufff… ¡Mirá!”, exclama Juan, y le clava la mirada a una foto más actual de Isabel, vestida como para bailar folklore.
Liliana envía un mensaje de whatsapp a sus hijas: “Anahí, Brenda, ¿quién tiene para mandarme alguna foto de la tía Isabel?”.
Y recibe inmediata respuesta.
Juan no aguanta. Agradece casi desmoronándose sobre la mesa. Es muy fuerte. Se anima y le extiende las manos a Liliana, casi como buscando el vínculo que no tuvo con su mamá biológica. Y ella le toma las dos manos. Le transfiere el mensaje que su propia madre nunca pudo darle.
Él la mira fijo, se derrite escuchándola.
“Tranqui, esto seguramente es algo que tenías muy, muy, muy guardado en tu corazón y Dios te preparó para que pudieras encontrarte con nosotros y conocer parte de tu vida”, reflexiona Liliana, firme, con mucha entereza.
“Gracias, gracias por abrirme las puerta de su casa”, devuelve Juan.
“Bueno, tengo un sobrino famoso”, bromea ella, rompiendo un poco con tanta emoción.
“La verdad, no sabía con qué me encontraría. Inclusive, traía escrito en un papel mi nombre con el número de teléfono para dejárselo a quien estuviera, por si no querían escucharme”, aclara Juan.
Se hace una pausa. Y exclama: “¡Vogel Mario Oscar!, je”, mezclando risa y llanto. Casi desbordado emocionalmente.
“Mi mamá -destaca Liliana- seguramente hubiera estado muy feliz de tenerte y mi hermana, ni te cuento. Vos hiciste lo que la vida te permitió… Tu mamá fue tu mamá y la cuidaste hasta último momento, como corresponde”.
Juan se quiebra más que nunca, con sentimientos encontrados del pasado y el presente.
“Por eso me arrepiento de no haber venido antes…”, se culpa.
“No importa, tal vez no era el momento. No te arrepientas de nada y menos de haber cuidado a quien fue tu mamá. De ahora en más tenés que mirar para adelante. Cerraste un capítulo. Empieza otra vida, tenés otra familia”, lo consuela Liliana, con todo su amor.
“Ahora nos intercambiamos los teléfonos”, le dice. Escribe los datos en un papel y se lo entrega.
Juan lo mira, y con los ojos brotados de lágrimas y una sonrisa cargada de emoción lee en voz alta: “Tía Lili, je”.
No puede creerlo. En ese papelito se resume lo que fue buscar, que le abriera las puertas su familia y encontrar así su propia identidad.
Es momento de despedirse. Se miran fijo. Los ojos hablan. Y se abrazan como si se conocieran de toda la vida.
Se agradecen mutuamente. “No me voy a ir sin antes pasar”, les promete Juan a Lili y Guillermo.
Y cumplió, primero para compartir una cena.
Aunque no era todo, le quedaba algo pendiente: visitar el cementerio y dejarle una flor a María Isabel.
Así lo sentía, no se lo guardó. Lo acompañó parte de su nueva familia: Lili, Brenda y su hija Tiara.
Ahora sí encontró paz. Con las heridas cicatrizadas, esas que de vez en cuando se le abrían, como la tarde en La Cibeles, o en la casa de Espora al 200 con Luisa contando detalles de su niñez.
Este último capítulo de la historia lo viví en primera persona porque fue decisión de Juan hacerme partícipe. Fuerte. ¡Muy fuerte!
A mí también me sirvió para encontrar respuestas a muchas dudas que tenía por despejar.
Nos abrazamos y emocionamos juntos. Como aquella primera vez, hace 23 años… (La Nueva)