Las casi 24 horas que los pampeanos Raúl Alejandro Villegas y Antonio Manuel Meza pasaron en el mar, varios kilómetros al frente de la costa montehermoseña y sujetándose como podían a un kayak dado vuelta, serán inolvidables para ellos: peleando contra el frío, contra el sol, contra la marea, contra las olas y contra ellos mismos, dándose fuerzas entre los dos para no dejarse vencer.
Pato y Tony habían ingresado “nada más por 5 minutos al agua” en la tarde del viernes para pescar, y un orificio en su embarcación terminó provocando que pasaran toda la noche en el agua, mientras en la costa sus familias y toda una población se desesperaban por saber qué había pasado con ellos, por qué no volvían, temiendo lo peor. Los elementos de seguridad mínimos, como una linterna que rápidamente hubiese terminado con todo el problema, habían quedado en tierra firme.
La historia tuvo un final feliz. Más allá de los esfuerzos por buscarlos en cercanía de la costa, un barco pesquero los encontró a unos 15 kilómetros de Monte Hermoso. Desde el agua llegaron a ver cómo se movilizaba su familia en sus vehículos; hicieron señas a un avión que voló cerca de ellos, sin verlos, y observaron como la única botella con agua potable que tenían, se iba alejando del kayak volcado. La costa estaba ahí nomás, pero no podían acercarse y no los veía nadie; pensaron en su gente y se concentraron en mantenerse vivos.
Las lágrimas recién llegarían a bordo de la embarcación que los rescató, en las primeras horas de la tarde del sábado 7.
“Nos abrazábamos a todos arriba del barco. Desde ahí hablamos por celular con nuestras familias -recordaron-. La cara de los chicos que nos rescataron no las vamos a olvidar más”.
Casi a la deriva, sujetándose del kayak y de los remos, tratando de que uno de los dos descansase y el otro aguantara, habían visto cómo el sol se iba poniendo en el mar en la noche del viernes. El tapón en la embarcación ya lo habían tapado con una bolsa y un telgopor, pero no podían hacer mucho más. La incertidumbre sobre lo que pasaba en la costa los comía por dentro, mientras las olas -a las que definen como “las más altas que hemos visto”- no les daban un segundo de respiro; ni siquiera para descansar.
Sabemos que hicimos un milagro, porque aguantar todo lo que aguantamos no es fácil. No nos rendimos en ningún momento, pero tampoco sabemos de dóde sacamos tantas fuerzas”.
“Toda la noche pensamos en nuestras familias; ahí encontramos fuerzas. Nosotros sabíamos que estábamos vivos, pero ellos no -reconocen-. Teníamos que aguantar hasta que nos encontraran, porque no podíamos volver”.
Ya junto a su gente, en tierra firme después de una noche de terror, entienden que su error fue no llevar los elementos de seguridad; todos ellos. Seguramente lo pensaron y lo dijeron varias veces esa noche y esa madrugada, cuando “el sol se movía muy lento; el aclarar fue eterno”. El frío, cuentan, era imposible; hoy reconocen que seguramente otra noche no hubiesen aguantado en el agua. La temperatura era tal que preferían estar metidos hasta la altura del cuello, sujetándose de los remos, que quedar afuera y soportar el viento.
“La noche fue durísima: nunca imaginamos pasarla dentro del agua, y menos en las condiciones que estábamos. Nos íbamos rotando, colgándonos de los remos. Después, al amanecer del sábado, parecía que el sol salía de a milímetros por hora”, cuentan.
Con el sol en lo alto, la búsqueda se hizo más intensa, lo mismo que sus esperanzas: “Pensábamos que en cualquier momento nos encontraban, pero cuando pasó el avión y no nos vio, no sabíamos qué hacer”.
La muerte, aseguran, nunca estuvo en sus charlas. A pesar de la oscuridad, del frío y las olas, siempre hubo algo que los impulsaba a aguantar un poco más. A falta de agua dulce, no les importó tomar agua salada del mar; si no lo hacían queriendo, el propio movimiento de las olas lo terminaba provocando.
“No queríamos hablar de eso; no sé si lo pensamos sin decirlo, pero estábamos unido, haciendo fuerza y dándonos ánimos. Pero también sabíamos que si nos agarraba otra noche en el mar, iba a pasar lo peor: teníamos el sol arriba y sentíamos el agua helada; el viento no nos dejó en paz ni un momento”, recuerdan.
Finalmente, el esperado rescate llegó; pero no lo hizo desde las fuerzas oficiales, sino a través de un barco pescador que se había sumado a la búsqueda y cuyos integrantes entendían que la búsqueda había que hacerla más lejos de la costa.
Cuando la embarcación apareció en el horizonte, hacia ellos, comenzaron los gritos, la alegría, la certeza del final feliz. El relajo fue tal, que uno de los dos se acalambró. “No caíamos en que nos venían a buscar; uno se tiró al agua. Nos abrazaron, nos dieron comida, nos bañaron con agua dulce, nos taparon con toallas; hicieron todo bien -reconocen-. Les vamos a estar eternamente agradecidos”.
Ya en la añorada costa, después de hablar con su gente desde el pesquero, una multitud los abrazó. Su caso, su pérdida, su búsqueda y su hallazgo, era una causa en todo Monte Hermoso y gran parte de la zona. Los seres queridos no tardaron en fundirse interminablemente en sus brazos.
“Físicamente estamos como si hubiéramos hecho una pretemporada en una noche: nos duele todo, estamos paspados y quemados; parecemos robots. Sin anteojos es imposible abrir los ojos y tenemos continuamente agua en la nariz… Pero podemos despertarnos viendo a nuestra familia al lado”, cuentan. (La Nueva)